Vórtice

Vórtice

Daniel se está volviendo loco
Su cuerpo actúa por su cuenta y en tres días será responsable de la mayor matanza de la historia.
¿Logrará recuperar el control?
¿Podrá detenerse a tiempo?
El reloj está corriendo.

¿Qué te Pareció?

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Sobre el Libro

Algo extraño le sucede a Daniel Ferrada, un tranquilo oficinista de una empresa de contabilidad. En las últimas semanas ha sufrido ‘ausencias’, períodos en los que queda inconsciente y que le están costando su vida profesional y personal. Y ahora ha descubierto que en tres días será el responsable de la mayor matanza en la historia, utilizando un letal virus de diseño.

Tres días es lo que Daniel tiene para averiguar qué sucede, recuperar el control y evitar el apocalípsis. El destino de millones se jugará en la mente de un hombre atrapado entre la vida y la muerte, en una batalla encarnizada donde descubrirá poderosos enemigos e inesperados aliados.

“Vórtice” es un thriller donde la biotecnología se da la mano con la física cuántica para traer una pesadilla que podría suceder en este momento.

El libro es muy entretenido, con elementos de intriga, ciencia ficción y aventuras. Vale la pena leerlo
Diletante.cl

Qué contiene

Capítulo 1: 1 de Marzo

— ¡Auch!

La gota de estaño quemó su muslo derecho. Daniel saltó de la silla maldiciendo en voz alta, y el soldador y los cables volaron por los aires.

Luchó por sacarse los restos de soldadura de la pierna. Tiró con fuerza y el dolor amainó un poco. Buscó a su alrededor algo de agua, y fue consciente de que estaba en medio de una habitación que no conocía.

Y que no sabía soldar.

Extrañado, examinó el lugar. Era un departamento pequeño iluminado por una ampolleta desnuda, con sólo una mesa y una silla sin respaldo como mobiliario. Papel de envolver cubría las ventanas, bloqueando la luz exterior. Las paredes descascaradas se encontraban empapeladas con mapas, planos y fotos.

—Ahora sí que perdí la cabeza —dijo, para sí.

Un par de meses atrás habría gritado, llorado y maldecido. Hoy sólo experimentaba desazón. Las cosas iban de mal en peor. Estaba en un punto en que ya había dejado de luchar. Las ausencias se habían apoderado de su vida y casi no valía la pena seguir sufriendo por ello. Aun así, esto era lo más raro que le había sucedido hasta ahora.

— ¿Qué diablos estoy haciendo? —murmuró.

Sobre la mesa había un aparato desarmado, abierto en canal con sus tubos y cables al aire. Las herramientas se entremezclaban con cables, colillas de cigarrillos, interruptores y resistencias. En medio de aquel caos, un patito amarillo de hule, de aquellos que utilizan los niños en las bañeras, le miraba fijamente.

Desvió su atención a las paredes.

En una, estaba colgado un mapa de la ciudad. El plano estaba rayado con distintos colores, pero tres marcas circulares hechas con plumón rojo destacaban entre las demás. El primer círculo estaba en la zona poniente, en la estación central de autobuses.

El segundo punto estaba a su derecha, en el centro de la ciudad. No entendió qué señalaba, pues era una intersección.

El tercer círculo colgaba al margen del mapa, a las afueras, donde se difuminaban los límites de la ciudad y de la zona rural: el aeropuerto. Pegados alrededor de estos puntos, había fotos de diferentes puertas y de personas entrando y saliendo.

En el segundo muro colgaban los planos de una estación de metro. Y no eran los de una estación cualquiera, sino que del nodo principal de la red de subterráneo, donde todas las líneas convergían. Sobre él se sobreponían papeles transparentes con líneas que atravesaban la estación en formas enrevesadas. Daniel los hojeó, mirando los títulos de cada uno. Cada vez que daba vuelta una, su inquietud aumentaba. «Sistema eléctrico» decía el primero. «Sistema de alcantarillado», el segundo. El tercero, «Sistema de aire acondicionado y ventilación».

—Esto no está bien —jadeó. El aparato que estaba sobre la mesa era pequeño, de forma cilíndrica. Tenía un mecanismo electrónico y lo coronaba un reloj digital. Al parecer los sistemas de control se encontraban en la base y en la parte superior, dejando un gran espacio vacío en el medio, como si aún faltara algo más que instalar. En conjunto, podía pasar por un termo de café.

Daniel sabía lo que significaba, pero se negaba a creerlo. No podía haber llegado tan lejos sin siquiera saberlo.

— ¿Me he vuelto loco y ahora soy terrorista? —murmuró, con los dientes apretados.

Su pie derecho chocó con una superficie dura bajo la mesa. Era una caja de madera cerrada con candado. La sacó e intentó abrirla, pero fue inútil. No tenía la llave.

— ¡Ábrete, maldita! 

Tomó un destornillador y trató de forzar la chapa.

La caja resistió.

Enfurecido, la tiró al suelo, atravesó el destornillador entre los goznes de la chapa y mientras que con un pie la sujetaba, dejó caer el otro sobre el destornillador con todas sus fuerzas. La palanca reventó la bisagra y la caja se abrió. Daniel arrojó la tapa a un rincón y metió las manos para sacar el contenido.

Eran dos aparatos más, pero terminados.

Estaban vacíos.

Aliviado, comenzó a sollozar. Las cosas habían terminado de irse al diablo. Finalmente ocurrió lo que temía: perdió el control. Pero al menos, por un instante, recuperó la lucidez. Y sabía lo que debía hacer: destruir todo, borrar sus huellas y pretender que esto nunca ocurrió. Actuar en esta preciosa ventana de conciencia y deshacerse de los aparatos, de los mapas, de la habitación, antes que sobreviniera otro episodio y no pudiera volver a tomar las riendas. Y luego, alejarse. Huir, tratar de olvidar y llevar una vida normal… o lo que le quedaba de normalidad.

—Fuego. Necesito fuego —dijo en voz alta. 

Entró en la cocina. El lugar era tan pequeño que sólo cabía una persona… y casi de costado. Pero el espacio era aún menor porque la puerta del refrigerador estaba semi abierta. Daniel intentó cerrarla a la fuerza, para poder agacharse y revisar los anaqueles que estaban bajo el grifo, pero era imposible. Dentro había una cosa muy grande y la bloqueaba.

Impaciente, pateó la puerta para sacar el molesto bulto.

Cuando vio la caja blanca, ahogó un grito y retrocedió, espantado. Tenía pintada una araña de patas redondeadas y afiladas que simbolizaba la muerte. Abajo, con letras rojas, se leía «Peligro Biológico».

El cuarto comenzó a girar y el amargo sabor de la bilis subió por su garganta. El vómito salió a presión por la boca y la nariz, ahogándole por un instante. La tos se mezcló con las arcadas y las lágrimas, y sintió que el líquido le quemaba la cara. Continuó con los espasmos hasta que ya no quedó nada por expulsar.

Agotado y vacilante, se puso de pie. Asqueado, fue al baño a limpiarse. Abrió la llave del lavabo, se mojó la cara y el pelo, limpiando los restos que colgaban de sus mejillas y nariz. Se miró al espejo y un espectro demacrado y de ojos rojos le devolvió la mirada.

—Hola, desconocido —dijo, con amargura, a la imagen—. ¿Qué me estás obligando a hacer ahora?

El reflejo no respondió.

— ¡Responde, mierda! —gritó. Y lanzó un puñetazo que hizo añicos al espejo. El dolor fue como un balde de agua fría y le hizo recuperar algo del dominio sobre sí mismo.

— ¡Mierda! —chilló mientras sentía que la sangre corría entre sus nudillos — ¡Mierda!

Rebuscó entre las cajas del baño, pero no había nada que le sirviera para curar la herida. No tuvo más remedio que meter la mano bajo el chorro de agua fría, sacarse con cuidado las astillas de vidrio, y luego envolverse la mano con un trapo sucio que encontró en la cocina.

Volvió a la sala y se sentó. Necesitaba pensar. Clavó la vista en el pato de hule.

— ¿Tú entiendes qué diablos está pasando aquí? —le preguntó—. ¿No? Yo tampoco.

La mano comenzó a entumecerse. El paño había tomado un color escarlata oscuro y sentía un calor pegajoso y palpitante en los nudillos. Tendría que hacer algo con eso.

—Creo que ahora sí que estoy jodido ¿eh, Donald?

El pato le miraba sin decir nada.

—Tengo tres bombas y una caja con un veneno. No sé cómo las armé, no sé cómo lo conseguí. ¿Sabes algo al respecto?

Tomó al pato y lo apretó. El juguete chilló con un cuac desinflado.

—Mmmh… no es de mucha ayuda. ¿Para qué crees que es todo esto?

Volvió a apretar el pato y esta vez el chillido fue más vivo y fuerte.

—Sí, tienes razón. En los tres puntos del mapa circula mucha gente. ¿Y qué con eso?

Estrujó al juguete con furia y los cuac salieron en rápida sucesión.

— ¿Estás sugiriendo que voy a envenenar a toda esa gente y que quizás voy a hacer que transmitan alguna especie de enfermedad más allá de donde detone las bombas? ¿Pero estás loco? —bramó fuera de sí—. ¡No voy a ser responsable de eso! ¡No lo haré! ¡NO LO HARÉ!

Estrangulaba al pato de hule cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Desanimado, dejó caer el juguete al suelo.

Volvió a mirar a su alrededor. ¿Había pasado algo por alto? La mano le palpitaba y el paño estaba empapado en sangre. Volvió a la cocina, a revisar si había alguna otra cosa que pudiera utilizar para detener la hemorragia.

Tuvo suerte. En uno de los cajones encontró un botiquín. Se aplicó antiséptico en la herida y la cubrió con algodón y sobre él una gasa deshilachada. Envolvió todo con cinta adhesiva y se dio por satisfecho. Al salir, vio el calendario pegado tras la puerta de la cocina. Destacado con plumón rojo, había una fecha: el tres de marzo.

El ansia le golpeó de nuevo el estómago, pero resistió sólo porque ya no tenía nada adentro.

— ¿Qué fecha es hoy? 

Recordó que, en un rincón, había visto un montón de ropa tirada. Corrió hacia él y rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y encontró el teléfono. Giró el pequeño aparato buscando el condenado botón de encendido y al tercer intento dio con él.

Casi sin respirar, lo activó y leyó la fecha: primero de marzo.

—Dos días. Tengo dos días para evitarlo —murmuró.

En teoría sería fácil. Bastaba con que decidiera no hacerlo. Pero Daniel no era dueño de sus actos. Las ausencias llegaban en cualquier momento y, para él, era como si pestañeara: en un instante estaba paseando y, al siguiente, estaba armando una bomba en un departamento desconocido.

Deseaba volver a tener esos horribles dolores de cabeza. Por lo menos, en esa época era consciente de lo que hacía, y sus decisiones y acciones eran completamente suyas. Dormía mal y poco, siempre estaba malhumorado y vivía en un constante dolor… pero parecía una época dorada. Las cosas eran sencillas. Sencillas y aburridas.

No.

Eran previsibles.

Y previsible era bueno.

Previsible significaba que podía contar con que siempre sería el mismo y tomaría decisiones consistentes. Que era fiable y la gente le valoraba. Previsible era saber que tenía un sueldo y que todos los meses estaría allí la misma cantidad. Previsible era tener a su novia contenta y en casa. Previsible era la vida que tuvo y que ahora, había desaparecido.

Y se iba a convertir en un asesino de masas.

Tomó una decisión.

—Donald, fue un placer conocerte —dijo mirando al pato tirado a un costado de la mesa.

Fue a la cocina y giró las perillas del horno. Un suave silbido acompañó al nauseabundo olor del gas que comenzó a inundar el pequeño departamento. Arrancó el cable del soldador. Separó los alambres, peló los cables y dejó el cobre al descubierto. Sujetó ambos extremos separados y lo enchufó. Entonces, esperó a que el gas llenara la habitación.

El sonido de las cañerías era una melodía que le incitaba a dormir. En el momento adecuado, juntaría los cables, crearía un cortocircuito y saltaría una chispa. Y con esa pequeña energía liberada, sus problemas se acabarían. Adiós, vida miserable. Adiós, amenaza. El fuego lo purificaría y acabaría con todo. Era lo mejor.

La modorra le hizo más lento. Estaba a punto de perder la conciencia cuando recordó su misión.

—Adiós, Donald —se despidió por última vez, y juntó los cables.

Solo que, entre el momento de enviar la orden a los músculos para que hicieran el contacto y que éstos obedecieran, Daniel ya no estaba en el departamento. De alguna forma, se había trasladado al centro de la ciudad, a la plaza de Armas.

Pestañeó un par de veces, medio cegado por el sol. Se encontraba sentado en una banca bajo la mezquina sombra de una palmera. No supo si tenía la boca seca por el inclemente sol del mediodía, por la náusea que le provocaba la situación, o porque casi se había envenenado con gas.

La ciudad se movía a su alrededor, inconsciente del peligro. Y él tenía sólo dos días para luchar contra sí mismo y evitar la matanza.

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Sobre el Autor

Claudio Navarro, chileno, nació el 4 de julio de 1974, en el pueblo de Molina, en la VII región. Periodista y Licenciado en Comunicación Social, se radicó en Santiago hace mas de 26 años.

Trabajó en revistas de ecología para niños, de gadgets tecnológicos, en diarios y radios, en múltiples proyectos de medios de comunicación alternativos y finalmente creó su propio software de publicación de contenidos online. Actualmente alterna la programación con los deberes de padre y la escritura.

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